La curiosa historia de los «cuencos tibetanos» de utensilios de cocina a íconos del wellness global

Mi primer recuerdo en relación con los llamados «cuencos tibetanos» se remonta a hace más de 20 años, cuando entré en una tienda de objetos del Tíbet, regentada por un comerciante originario de dicho país y afincado en Barcelona, que aún sigue abierta. Aunque entré en esta por mera casualidad, finalmente acabé comprando mi primer cuenco, que poco a poco, comenzaban a popularizarse en clases de yoga y meditación en la Barcelona de comienzos de siglo. Sin embargo, luego sabría que ya tenían más visibilidad en California, la meca de la contracultura hippie americana de los años 70, donde, como descubriremos más adelante, se creó literalmente el «cuento tibetano» de los cuencos cantores.

En el encuentro con dicho comerciante, y movido por mi curiosidad musical e histórica, le pregunté sobre el origen de este peculiar instrumento. Él se limitó a relatar, con su franca sonrisa asiática y en un español no muy claro —algo no infrecuente en las primeras generaciones de asiáticos afincados fuera de su tierra—, que eran utensilios de cocina. Esta idea ha seguido resonando en mi cabeza desde entonces y, aunque suelo usar frecuentemente estos cuencos para acompañar las clases de yoga y de meditación, siempre me quedó la duda de su origen real.

Aunque, gracias a las notables mejoras en el estudio de las tradiciones de Asia y al libre acceso a la información que la red global nos ha brindado en las últimas décadas, una simple consulta a los primeros resultados en Google sobre estos objetos conduce al mito popular de que son originarios del Tíbet y fueron usados durante milenios por monjes budistas en rituales religiosos. Aun así, algo no concordaba en este relato, ya que no existen referencias a ellos en la rica tradición musical tibetana. Si bien ésta cuenta con una gran variedad de instrumentos de percusión, el uso de los cuencos no fue registrado por ningún etnomusicólogo ni por los viajeros que visitaron este paraje poco accesible de la Tierra a comienzos del siglo xx.

Como sucede a menudo, los mitos suelen tener mejores resultados en las búsquedas en Internet que los hechos probados y, como descubriremos a lo largo de este artículo, su origen probable se encuentre en la cultura americana de exportación global y quizás en la habilidad de algunos comerciantes locales en Asia para vender un producto «ritual» e imbuido de poderes sanadores a un precio mayor. Un fenómeno que, sin duda, no es nuevo, ya que la habilidad para vender gato por liebre tampoco lo es: basta con pensar en el lucrativo negocio de las reliquias religiosas de los feriantes medievales en Europa que ofertaban desde arena del Coliseo hasta los mismísimos clavos de Cristo o leche de la Virgen María. Por lo tanto, siempre que exista un deseo, habrá alguien que encuentre al vendedor de sus sueños, y quizás sea esto lo que ocurrió con los cuencos y su posterior elevación a iconos del bienestar transnacional.

Como podemos apreciar hoy en día, los llamados cuencos tibetanos se han convertido en una pequeña pero reconocible parte del paisaje del yoga y el wellness globalizado. Se pueden encontrar en cada rincón del mundo donde han llegado las prácticas ahora secularizadas y asimiladas a esta subcultura global. Aunque estas campanas de pie, que no son precisamente los cuencos tibetanos, son parte integrante de ciertos rituales de Asia y aún perviven en muchas tradiciones como acompañamiento de ritos y prácticas meditativas —como la campana rin que acompaña la práctica del zazen moderno (cuyo uso aparentemente data del siglo xix en dicha tradición del budismo japonés)—, hoy su utilización se asocia a prácticas destinadas al bienestar, desde retiros de yoga hasta baños sonoros. Y finalmente han acabado teniendo un lugar importante o complementario dentro de esta liturgia moderna desprovista de su contexto religioso original. Pueden sonar en un retiro de yoga, así como también en una sesión de mindfulness en cualquier rincón del mundo, desde Sudamérica hasta Europa y el Sudeste Asiático: el tintineo de estas campanas se ha convertido en parte de la banda sonora de la industria del bienestar global. Pero cabe preguntarse, ¿por qué acabaron llamándose cuencos tibetanos y no nepalíes o indios o simplemente cuencos musicales? Para esto vamos a examinar el rol que ha tenido el Tíbet en el imaginario colectivo durante los últimos 150 años en la cultura occidental y en especial en la subcultura del orientalismo y el yoga.

El Tíbet como summum de la experiencia mística

Como es sabido, el Tíbet siempre ejerció un halo de misterio y fascinación entre las clases altas europeas, que eran de las pocas que podían permitirse viajar a Oriente entre mediados del siglo xix y del xx, en un mundo donde aún los viajes y el turismo eran accesibles sólo a las élites. Entre estas, y a los pies de la cordillera más imponente del mundo, como relata Alain Danielou en su autobiografía «El camino del laberinto», había personajes excéntricos de origen europeo que cambiaban sus nombres por otros de origen tibetano y algunos llegaron a escribir libros de dudoso rigor sobre la filosofía de esta tierra reimaginada. También el llamado «lama blanco» Theos Bernard contribuyó significativamente a idealizar el Tíbet como una fuente de sabiduría esotérica y prácticas yóguicas ancestrales entre ciertos círculos occidentales de mediados del siglo xx, tal como él mismo expresó al afirmar que «lo que se ha convertido en mera tradición en la India todavía vive y es visible en los antiguos monasterios de esa aislada tierra de misterios».

Incluso en uno de los momentos más surrealistas de la serie Twin Peaks, el agente Dale Cooper, para asombro de su pueblerino y singular equipo de colaboradores, exhibe repentinamente un mapa del Tíbet pronunciando un discurso hilarante en relación con la trama de la serie, pero que pone en clave humorística de manifiesto parte de esas creencias asumidas en la cultura popular sobre esta tierra: lejana, espiritual y un espacio donde aún perviven, entre sus valles inaccesibles, los secretos de la realización espiritual.

Entre los pioneros de esta gesta en pos del saber perdido espiritual y quién encumbró al Tíbet como centro de una tradición secreta, que aparentemente solo perduraba en esta tierra mítica, se encontraba Madame Blavatsky, un personaje fundamental en la reinterpretación del yoga moderno y el esoterismo sobre el cual hemos hablado en otro artículo acerca de los chakras y la sociedad Teosófica. Una narrativa ligada a la idealización de tierras lejanas que sigue su curso en nuestros días y se reinventa a través de otras formas quizás menos sofisticadas y escasas en caracteres, como el llamado storytelling que abunda en las redes sociales y que está ligada al creciente abandono de los valores de la Ilustración por parte de las clases altas y la sociedad en su conjunto.

A medida que las paredes de los distinguidos salones de antaño, que alguna vez fueran el centro de tertulias sobre filosofía y esoterismo, y donde habitaban bibliotecas y de cuyas paredes colgaban cuadros, van quedando vacías y estos son sustituidos por pantallas de plasma gigantes, y la música para piano se transforma en el ambiente sonoro irradiado desde altavoces con listas de reproducción elegidas por algoritmos, los viajes espirituales a ese oriente de cuento e idealizado ahora son reemplazados por retiros de yoga o wellness en el sudeste asiático: las misteriosas y escarpadas montañas del Tíbet van, poco a poco, dejando su lugar a playas paradisíacas y el anhelo de conocimiento trascendente encuentra eco en la narrativa de autoayuda basada en la neurociencia.

Imbuir un utensilio de cocina con poderes mágicos

Pero, volviendo al tema central del artículo, una narrativa común en torno a los cuencos sostiene que habrían sido utilizados de forma secreta dentro de la tradición tibetana. Algunos sanadores y terapeutas del sonido afirman que su uso ritual está rodeado de un conocimiento oculto, de origen chamánico y anterior al budismo —la religión predominante entre los tibetanos—, transmitido en secreto hasta nuestros días. Esta es la versión más elaborada; actualmente, la mayoría de las explicaciones se limita a unos pocos párrafos que repiten una versión mitificada sobre un supuesto origen tibetano, vinculando por un lado a los cuencos con los monjes budistas y, por el otro, escindiéndolos. Es decir, contamos con una asociación generalizada en Occidente desde los años 90 que identifica al budismo casi exclusivamente con el Tíbet, sin considerar que esta región ocupa un territorio seis veces mayor que España y que el budismo se ha difundido ampliamente por Asia Central, China, Japón y el Sudeste Asiático. Incluso existen fundamentaciones más rocambolescas que hablan de un origen mesopotámico de los cuencos, apelando a ese pasado milenario que “se hunde en el comienzo de los tiempos” tan común en el discurso new age, cuando en realidad su uso como instrumento musical es mucho más reciente.

Por otro lado, es importante notar que, si hace 20 años, en un blog o página web especializada en el tema encontrábamos una descripción más elaborada sobre el origen de los mismos, que podía ocupar más de 1000 palabras, ahora, incluso en las webs destinadas a «formar» a otros sobre los cuencos tibetanos o cantores, dichas explicaciones apenas se reducen a 300 palabras en el mejor de los casos, y generalmente insisten en los tópicos que iremos desglosando.

Estas ideas, como hemos visto en una docena de artículos sobre la historia del yoga postural moderno —la cual se entrecruza y comparte ciertas mitologías con el uso de los cuencos como parte del folclore de esta disciplina—, no son ajenas a muchas de las construcciones mitológicas recientes del mismo ni a la subcultura de la «nueva era». Como resultado, a veces es difícil discernir entre la creencia religiosa y el marketing puro y duro, que seguramente ha contribuido a vender productos materiales como los cuencos; al estar imbuidos de un supuesto linaje ancestral, su uso o práctica se refrenda en el presente.

Pero la realidad que demuestra el trabajo etnográfico de antropólogos, musicólogos y expertos en esta región del mundo es que estos cuencos, más allá de su interesante uso musical y posible uso terapéutico, funcionaban y lo siguen haciendo simplemente como utensilios domésticos y recipientes para ofrendas en altares familiares, sin ninguna connotación mágica o ritual oculta más allá de su uso cotidiano, tal como me comentó sin ambages el comerciante tibetano hace más de 20 años.

Como destaca el antropólogo y experto en el Tíbet Ben Joffe en su artículo “Tripping On Good Vibrations: Cultural Commodification and Tibetan Singing Bowls”, «quienes defienden que estos cuencos son instrumentos sanadores originarios de la región interpretan el silencio y las negaciones de los tibetanos de distintas maneras: alegan que los consultados no tenían acceso a los conocimientos más profundos de su propia cultura, que ese saber se ha perdido u olvidado con el tiempo, o que se oculta deliberadamente para protegerlo de ojos ajenos o del celo de las autoridades budistas ortodoxas. Según estos entusiastas, esa misma falta de referencia escrita justifica su atribución a antiguas tradiciones chamánicas, secretas y anteriores al budismo».

En las 25 páginas que dedica a examinar la mercantilización y reinvención de los cuencos en la cultura popular, Joffe describe con abundantes detalles cómo esa narrativa se reconfigura y se vende como un mito que avala la demanda de estos instrumentos como objetos terapéuticos, usando estrategias de mercado que le otorguen un aura de autenticidad ritual.

Igualmente, la historiadora de las religiones Candy Gunther Brown dedicó un artículo académico al mismo tema, coincidiendo con Joffe en sus conclusiones, aunque de forma más concisa. En esencia, Brown sostiene que la idea de un linaje ininterrumpido de rituales budistas tras los cuencos tibetanos es un artificio de finales de los años setenta. Fue entonces cuando artesanos y comerciantes, atraídos por la mística oriental de la contracultura hippie, rebautizaron simples objetos de metal —muchos fabricados artesanalmente o importados de Nepal— como «reliquias tibetanas» con supuestos poderes curativos. Este giro, apoyado en discursos que mezclaban rigor científico y evocaciones espirituales, convirtió al cuenco en un icono global de bienestar. Por lo cual podemos afirmar que su prestigio no tiene origen en un pasado remoto, sino en la sorprendente capacidad contemporánea de fusionar mística, ciencia y marketing para saciar la sed occidental de experiencias transformadoras.

En su artículo, Brown cita textualmente que «el experto en estudios tibetanos Robert Barnett sostiene que, en la década de 1970, comerciantes en Nepal inventaron el concepto de “cuenco tibetano” para vender utensilios de mesa a precios más altos a turistas estadounidenses», un ejemplo claro de cómo objetos cotidianos fueron revestidos de un halo sagrado y exótico que los convirtió en símbolo de búsqueda espiritual. Aunque hoy en día los cuencos se comercializan en casi cualquier mercado del mundo —incluso con inscripciones en tibetano y por refugiados tibetanos en India y Nepal— ello no les otorga poderes mágicos. Más bien, funcionan como cualquier souvenir: tan corrientes como un llavero de la Torre de Pisa o una figura de la Sagrada Familia en una tienda de artículos kitsch.

Tibetan Bells, la probable génesis del nombre cuencos tibetanos

En lo concerniente al uso musical y como colofón a nuestra historia de cuencos usados con un fin diferente al propósito para el que fueron creados, hay que destacar la figura de dos músicos americanos que posiblemente introdujeron por primera vez el sonido de un cuenco de estas latitudes ejecutado como nos hemos acostumbrado a hacerlo hoy en día: es decir, frotado sobre el aro y generalmente en un grupo de varios cuencos. Durante su estancia en Asia a finales de los años sesenta, Henry Wolff y Nancy Hennings se instalaron en Katmandú, donde vivieron junto a comunidades de refugiados tibetanos y recorrieron los principales monasterios de la cuenca del Himalaya. Allí asistieron a ceremonias de puja y practicaron meditaciones con lamas de la línea Kagyu exiliados, quienes les enseñaron de primera mano el uso ritual de los dril bu (campanillas), gongs y címbalos. Fascinados por la riqueza sonora de esas prácticas, aprendieron tanto las técnicas de golpeo como el frotado de diferentes instrumentos metálicos. Esta inmersión profunda en la tradición tibetana sentó las bases de sus posteriores experimentos sonoros y, al regresar a Londres, cristalizó en la creación del primer álbum dedicado íntegramente a diferentes instrumentos tibetanos y donde quizás se puede escuchar por primera vez el uso de los cuencos en la forma actual, sonando conjuntamente con otras campanas. Aunque el álbum en sí mismo no podría categorizarse de ninguna manera como «música tibetana», ya que está compuesto por dos occidentales que usaron estos instrumentos de percusión para crear un disco bastante experimental, la controversia ya estaba servida al haber nombrado su ópera prima como «campanas tibetanas».

De todas formas, el uso musical de un objeto que no fue creado para su uso original no es algo nuevo; podemos pensar en los llamados serruchos musicales o en las copas de cristal con agua dentro, que se transformaron en las llamadas “copas musicales” y que aún hoy en día se pueden ver ejecutarlas a músicos callejeros alrededor del mundo. En definitiva, que un objeto sea usado para un fin distinto para el que fue concebido no es algo tan infrecuente; ahora, el discurso que pretende legitimarlo en nombre de la ciencia es otra cosa.

Cuencos y neurociencias

Si hacemos una búsqueda en profundidad en la red sobre los cuencos y experimentos científicos, veremos un puñado de investigaciones que sugieren que podrían ayudar a mitigar la ansiedad y relajar a quienes asisten a sesiones con los mismos. Aunque el corpus de trabajos académicos sobre los cuencos cantores no es muy extenso, varios de los estudios recientes revisados reproducen el mismo mito sobre el origen tibetano, sin aportar una base histórica sólida, en contraste con los trabajos de investigación etnomusicológica que concuerdan en que el uso actual no se corresponde con una tradición tibetana, como hemos desgranado a lo largo del artículo.

Por ejemplo, un estudio de 2023 de la UAB (Universitat Autònoma de Barcelona), vuelve a incurrir en el mismo error en lo que respecta a su origen: «es una técnica tradicional utilizada durante siglos en ceremonias meditativas por los monjes tibetanos». Aunque el artículo mayoritariamente ahonda en los efectos mensurables psicofisiológicos de asistir a una sesión de cuencos, éste vuelve a recurrir (de manera consciente o no), a la validación en un origen ancestral, una invocación que quizás sea un pequeño remanente actual de esa búsqueda cercana al ocultismo que profesaron muchos de los pioneros de la intersección entre ciencia y religión en el siglo XX. 

De cualquier modo, que su origen no sea el pretendido no quita la posibilidad de que su uso pueda inducir un estado de calma meditativa, cuyo aspecto retomaremos en un momento. La cuestión es que nuestra mentalidad se ha vuelto dependiente de la validación científica para encontrar legitimidad y aceptación; y ésta es una de las cruzadas a las que se ha lanzado la industria del bienestar transnacional en sus diferentes ramas en las últimas décadas. Desde los experimentos científicos rudimentarios con electrocardiogramas a yoguis en la India a mediados del siglo xx, llevados a cabo por la cardióloga francesa Thérèse Brosse, hasta los modernos escáneres cerebrales a meditadores y participantes de sesiones de sonoterapia, el sonido —que a menudo es invocado en diversas tradiciones religiosas y filosóficas como fuente de trascendencia— ahora se usa mayormente en un medio de espiritualidad laica e individualista, desprovisto de sus contextos filosóficos originales. Y es en este proceso de transformación donde la ciencia moderna se presenta como la argamasa que los une. En este desplazamiento de referentes, como señalara en alguna ocasión el filósofo barcelonés Salvador Pániker, la figura del neurocientífico va reemplazando a la del filósofo.

 Regresar al sonido acústico

Independientemente del origen histórico de los ahora famosos cuencos, para las personas que asisten a actividades con los mismos y quienes solemos usarlos en este contexto, la experiencia parece impactar positivamente en los asistentes a las clases de yoga, mindfulness o en las sesiones de baños sonoros. Si bien, como señalamos con anterioridad, la tendencia es que este tipo de actividades suelan convertirse en una mera y nueva experiencia de consumo de bienestar personal, su integración en estas prácticas no tiene por qué serlo solamente en el sentido negativo, ya que, más allá del linaje fantasioso —a todas vistas inventado por el marketing de la industria del bienestar— en torno a los mismos, un aspecto positivo, es que suele ser una actividad compartida con otras personas, y esto le confiere una dimensión social a su uso. En un mundo donde estar sin hacer nada durante algunos minutos se ha vuelto algo inquietante, y que al parecer atentar contra la necesidad imperante de ser productivos y estar conectados constantemente, que veinte personas puedan tumbarse durante diez minutos boca arriba al final de una clase de yoga a escuchar el sonido acústico de los cuencos, después de una jornada laboral muchas veces agotadora, creo que podría verse como una pequeña intervención a favor del descanso como un derecho y no un lujo.

Quizás sea porque, en definitiva, cuando alguien toca estos verdaderos instrumentos acústicos, nuestro oído reconoce instintivamente la vibración del sonido real y no el de la omnipresente música grabada, que carece de la riqueza armónica de los instrumentos reales y la dimensión corpórea del mismo. Y, tal como el sonido y su forma organizada como es la música, para una cantidad creciente de personas, ésta se limita a la única experiencia de las listas de reproducción, los altavoces mínimos y los auriculares, tal vez el regreso al sonido cercano y real sea parte del porqué agradan.

Tal como es relajante y cercana la experiencia de escucharlos, la de ejecutarlos no es diferente; requieren cierta destreza para jugar con los diferentes timbres que pueden obtenerse dependiendo del tipo de mazo que se use para golpearlos o frotarlos. En la tradición zen, el encargado de ejecutar las campanas durante la práctica de zazen recibe el nombre de dōan y, aunque en esta se usan para mantener el tiempo y abrir o cerrar una sesión, no es improbable que muchos de los primeros músicos y terapeutas del sonido se hayan inspirado en la misma para la forma y el contexto en que los usamos hoy en día, ya que el zen, a diferencia del budismo tibetano, sí tenía una presencia en la costa oeste de EE. UU. desde fines de los años 60.

Cuencos y series armónicas

A menudo resulta difícil para la mayoría de las personas trazar una correspondencia directa entre el sonido de instrumentos acústicos como los cuencos y los mismos reproducidos en una grabación a través de altavoces. Y esto también ocurre al comparar una nota de piano acústico con su contraparte electrónica en un sintetizador.

Ambos pares comparten un principio esencial: la síntesis sonora. En los sintetizadores, esa síntesis es electrónica: las ondas son generadas y moduladas digital o analógicamente, con armónicos predefinidos y controlables al detalle. El resultado es un timbre exacto y repetible, siempre idéntico a sí mismo.

En cambio, en un instrumento acústico —sea un piano, un violín o un cuenco— el sonido nace de una vibración física real. Esa vibración se despliega en un espectro de armónicos naturales que varían sutilmente según la fuerza del intérprete, la geometría del espacio y las condiciones ambientales. Cada ejecución es diferente: un gesto vivo que se funde con el entorno y que aporta matices, en especial en los cuencos que no están emparejados armónicamente y que a menudo generan ciertas disonancias que parecen inducir climas sonoros que hemos ido aceptando como adecuados para prácticas meditativas o para relajarnos.

Por eso, detrás de un sonido acústico hay siempre un cuerpo resonando: un ser humano, una forma, un espacio. En la síntesis electrónica, ese cuerpo queda encapsulado en algoritmos y circuitos; el intérprete controla y repite, pero generalmente no interactúa con una masa de aire que responda de manera orgánica.

Lo sintético ofrece precisión, uniformidad y predictibilidad. Pero lo acústico aporta una cualidad irreemplazable: la «vivacidad» de los armónicos reales, la presencia de un gesto irrepetible, la resonancia de un instante que no se repetirá jamás.

Lecturas complementarias y artículos en los cuales está basado este ensayo

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